sábado, 21 de enero de 2012

LOS DESCENDIENTES (The descendants, 2011) - *****

 Somos como un archipiélago: Vivimos unidos pero cada uno somos una isla diferente




Una de las tareas más difíciles puede ser la de encuadrar “Los descendientes” en un simple y mero género. Ha ganado el globo de Oro a mejor drama, y en esencia las cosas que cuenta así lo son: dramáticas. Sin embargo la película se pasea por la cuerda floja de no ahondar la tragedia y no mostrar los momentos eminentemente más lacrimógenos (no hay más que ver cómo la despedida de la niña pequeña podría habernos hecho derramar mares de lágrimas y sin embargo nos dejan la situación a puerta cerrada).

Entonces, si no es un drama ¿es una comedia? Claramente no. Pese a tener alivios cómicos, un patetismo manifiesto en ciertas maneras de encuadrar las situaciones y hacernos ver lo ridículo de muchas cosas (ese Clooney mirando sobre el arbusto) y ese aire “happy ending” rodeado de paisajes paradisíacos, esta cinta es demasiado seria para poderla englobar en esa etiqueta. No hace comedia del drama, únicamente lo desengrasa.

¿La podemos llamar entonces comedia dramática?
Pues creo que tampoco, creo que el peso de la cinta es la historia, donde reside la fuerza es en el hecho del aprendizaje de un hombre maduro a tener que lidiar con su nueva situación y mantener la cabeza sobre ello. Hay demasiados momentos que son como puntadas en el estómago y que te hacen reconsiderarte continuamente lo que estás viendo. Como si todo tuviese un tono prácticamente imposible.

¿Entonces, qué es? Pues simple y llanamente “Los descendientes” es un peliculón, es una caricatura de la vida, un drama ligero, una situación que roza la desgracia pero de la que el protagonista trata de sobreponerse a golpes de vida y Alexander Payne acompañado de su propio guión (coescrito con Nat Faxon y Jim Rash) nos hace replantearnos donde estamos en cada momento, como si estuviésemos en un alambre increíblemente tensado y pudiéramos caernos de él en cualquier momento. Como si no supiésemos que todo es una genialidad absoluta porque rodeada de un aire de ligereza que hace de la película una auténtica obra maestra del cine contemporáneo, una conjunción perfecta de los esquemas del nuevo cine independiente americano con los esquemas del cine comercial, como si alguien centrado en contar una historia sencilla se sirviese de una de las mayores superestrellas del mundo para entregarnos un trocito de vida con una manera de narrar tan particular que debería permanecer en la historia como una de las grandes obras de este momento y lugar.

Pero vamos por partes, Alexander Payne ya nos ha demostrado con sobrada solvencia que es capaz de enseñarnos a sentir una extraña afinidad con personajes masculinos que tienen que lidiar con aceptar las situaciones que se les vienen encima con la mejor de sus sonrisas. Lo hizo con “A propósito de Schmidt” (About Schmidt, 2002) y ese inconmensurable Jack Nicholson aprendiendo a vivir en la tercera edad cuando estaba acostumbrado a tenerlo todo hecho.
Después nos lo enseñó claramente con Paul Giamatti en “Entre Copas” (Sideways, 2004) con su aire de perdedor e incapaz de dar el paso adulto a la vida.
Aquí volvemos a encontrar ese personaje y esos esquemas en el personaje protagonista al que encarna George Clooney con una interpretación inconmensurable en matices, en miradas, en fuerza, en expresión corporal y con una fragilidad y entereza al mismo tiempo que asusta.

El personaje principal tiene que lidiar con el accidente de su mujer postrada en coma y acercarse a dos hijas con las que nunca ha tenido relación, una de diez y otra de diecisiete años. A la vez tiene que llevarse de marras al novio de esta última, un puro “dude” colgado que parece más tonto que lo que es. Esto le llega en una situación convulsa, ya que es junto a sus primos heredero de una grandísima porción de tierra de una isla Hawaiana que tienen que decidir vender a magnates locales, extranjeros o preservar por el bien paisajístico.

Con todo esto de por medio, se entera de un matiz de su relación conyugal y de su situación que le harán embarcarse en una road-movie hawaiana con sus hijas a cuestas para entender dónde está en la vida y que da pie a situaciones cómicas pero cargadas de una humanidad comparable al cine de Billy WIlder o Renoir, y sobre todo una gran capacidad de hacerte cambiar la sonrisa por una punzada en el corazón con una frase, un gesto de Clooney, un derrotismo o una victoria.
Y es que los personajes, todos y cada uno llevan un drama interno en su soledad que conmueve y te hace quererles. Desde la rebeldía de cualquiera de las hijas, tanto la pequeña con sus aires de macarra a la mayor (increíble y fascinante Shailene Woodley, todo un descubrimiento) con su improvisado rol de hermana mayor ya no de la que lo es, sino también de su padre; pero también con el suegro en esa escena con su hija que es capaz de romper las corazas y los prejuicios hace cualquier tipo de cine con un solo beso rozando una sensibilidad brutalmente inesperada.

El otro personaje silencioso es el archipiélago de Hawai que se vive y se respira en cada poro del metraje. No es sólo un emplazamiento bonito para la acción, no es un lugar al que decorar con bella fotografía, sino un encuadre que da las pistas para todo lo que se desarrolla, desde el amor por el paisaje de los lugareños, al aire de patetismo del vestuario de todos ellos, ese elemento de que en el paraíso también hay infiernos y que no todo es esa imagen de gente feliz y surfeando con collares de flores (ojo a cómo y cuándo se utiliza este elemento en la película porque es un detalle de absoluta genialidad) y sobre todo se respira en la música, en el conjunto de canciones que componen todo el soundtrack que suena a música local y enfatizan ese cierto aire de ligereza que la película quiere transmitir. La música es un acierto importantísimo, de verdad.

Y es que la tierra de Hawai está presente por algo, es eso que le falta al personaje principal, el cómo pese a ser un descendiente de la realeza isleña él ha perdido su toque con la isla: las niñas comentan que acampaban con la madre, pero él está encerrado entre papeles de abogado que se podían hacer en cualquier ciudad desarrollada del mundo. Ese lazo que pierde con su auténtica naturaleza es la que irá reencontrando poco a poco en la mirada de Clooney según avanza su peculiar “road-movie”.

Ese sería otro género ligado a la película, porque es un viaje físico (aunque apenas se muevan) que le lleva al protagonista a madurar y encontrar su equilibrio tanto con sus propios descendientes como de los que él proviene y por el camino se apoya en personajes secundarios que van interviniendo en la historia con mayor o menor peso en su historia pero todos llenos de matices humanos que evitan las caricaturas. El suegro es hosco y enfadado hasta el extremo por la situación de su hija, pero lo hace por amor a ella. El “novio” de la hija Sid parece una persona simple y ridícula, y luego vemos que es más que todo eso, que quizás la simpleza es su forma de acercarse a la gente… Y así con todos, el argumento está tan bien explicado en los primeros diez minutos que nos dejan mucho tiempo y silencios para que pensemos qué es cada personaje y por qué está así, para que valoremos que la película (y la vida) es más compleja que una trama lineal.

Nos vestimos de la piel de estos personajes y llegamos a comprender como piensan y sufren lo que hay y por qué actúan así. Hay mucha más película que la que vemos sobre la pantalla, os lo aseguro. Porque “los descendientes” no es solo una historia, es un estudio sobre el ímpetu y la voluntad humana, la necesidad de encontrar culpables, el carácter de cada uno y lo que nos acerca y nos aleja de los seres humanos que nos rodean, de lo patético de todos, de lo entrañable de nuestras imperfecciones.

Por eso “Los Descendientes” es una película independiente en el corazón, puedes ver lo que quieras en ella, quedarte únicamente con una interpretación magistral de un canoso Clooney que vuela de sobremanera haciendo más grande su muesca en la historia del cine, pero dentro de la cinta hay mucho más: hay alma, hay vida, hay confort, hay esperanza y sobre todo hay humanidad, limpia, transparente y eminentemente imperfecta.

En resumen, Los descendientes es una absoluta obra maestra, es un drama que no ahonda en ello, una comedia tan triste como puede ser la vida, una road-movie en la que los personajes apenas se mueven y una lección de cine sobre cómo dotar a una buena historia de corazón y llevarla mucho más allá de los 120 minutos sin necesidad de maniqueísmos ni histrionismos, sino como si se tratara de un pequeño cuento que habla de palabras mayores pero nunca se le queda grande. Un auténtico tour de forcé arriesgadísimo que nos hace pensar, compartir pensamientos y llegar junto a cada personaje a la misma conclusión: La vida es mejor si todos tratamos de acercar nuestra isla al archipiélago de las personas que tenemos al lado.
Imprescindible.

A favor: La sensación que deja
En contra: Que no entres en ella o pienses que es otra más

Valoración: 10/10

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